Putas sanguijuelas – Descubriendo una fobia

Mientras observábamos con fascinación varios indri, me di cuenta de que tenía una especie de mini gusanito recorriéndome el brazo.

Avanzaba sobre mi cortavientos, a la altura del antebrazo, dando zancadas: desplazaba la parte delantera, y aproximaba la parte trasera al máximo formando una horquilla; volvía a avanzar y a formar la horquilla, una y otra vez.

Tras observarlo casi con diversión (¡bendita ignorancia!), pensé que ya estaba bien. Lo que tocaba en ese momento era disfrutar del Indri, y no de un gusano tan enano.

sanguijuelas

El indri es el lémur más grande que existe, pudiendo alcanzar un tamaño de 72 centímetros

Primero aproximé el brazo a la corteza de un árbol invitando al bichejo a que tomara otro camino, pero él seguía ascendiendo insistentemente por mi cuerpo.

Me cansé de ser sutil y amable, y froté el brazo contra el árbol intentando despegarlo a toda costa.

No había manera. Ni agitando el brazo, ni rozándolo contra el árbol…seguía su ritmo de avanzadilla y horquilla como si no hubiera mañana.

En ese momento le dije a Jenny, “joder, mira este gusano, no hay forma de quitármelo de encima”…A lo que ella respondió…¡Dios! ¡No es un gusano! ¡Es una sanguijuela!

Bien, me había tocado el premio.

Sabía que podíamos toparnos con sanguijuelas en nuestras andanzas por los bosques y selvas de Madagascar, sobre todo porque Jenny me había comentado que le daban un poco de pánico y había buscado información al respecto.

A mí, sinceramente, me daba repelús pensar en que se me pegaba una sanguijuela y me chupaba la sangre, pero en realidad ni me les tenía miedo ni nada por el estilo. Al menos hasta ese momento.

De hecho, durante todo el viaje me había olvidado por completo de ellas. Nunca me paré a pensar, mmm...cuidado, por aquí puede que haya sanguijuelillas.

La sanguijuela que recorría mi brazo era diminuta, muy diminuta. Casi imperceptible.

No tenía nada que ver con lo que yo recordaba haber estudiado durante la carrera. En mi ignorante cabeza, yo pensaba que, de cruzarme con una, la vería sin demasiada dificultad, pues no sé por qué creía que tendrían el tamaño de una babosa mediana.

Para colmo, la dichosa y diminuta sanguijuela era rapidísima. Por su tamaño avanzaba poco a poco, pero de manera constante y sin descanso.

Le rogué a Jenny que cogiera una ramita del suelo y me la quitara de una vez, pero a ella, que se suponía le daban miedo, le había hecho gracia ver cómo avanzaba por mi brazo y me pidió que esperara un segundo para hacerle una foto.

Primera foto borrosa, segunda foto movida…y mientras tanto, la sanguijuela seguía en dirección a donde el cortavientos no cubría mi piel.

Me empecé a poner nerviosa. Muy nerviosa.

Viendo mi desesperación, Jenny se rindió y abandonó su intento por conseguir una foto decente de la sanguijuela.

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La susodicha sanguijuela

No había manera de quitarla con el palo. La sanguijuela no paraba quieta, debía estar hambrienta.

Yo cada vez más nerviosa, solo pensaba "qué puto asco de sanguijuela". Al final, mi amiga, la que les tenía miedo, le echó dos huevos y me la quitó directamente con sus dedos, aún a riesgo de que se le pegara a ella.

Sentí alivio, pero el fin del recorrido de esa sanguijuela no fue más que el comienzo del descubrimiento de una fobia.

Me quedé con esa sensación de repelús en la que te dan como escalofríos por el cuerpo y donde empiezas a sospechar de forma paranoico-obsesiva que va a volver a pasar o, que incluso, puede que ya esté pasando de nuevo.

Avanzamos por el bosque y esta vez, en lugar de fascinante, para mí fue angustioso. Me sentía como si caminara por un campo de minas, en donde era imposible ver y esquivar aquello que temía.

Joder, ¡eran tan pequeñas! ¡tan delgadas y diminutas! ¡tan rápidas! Era imposible verlas antes de tenerlas encima del cuerpo.

Cada tronco, rama o arbusto entre los que teníamos que pasar me daba yuyu. Seguro que había varias sanguijuelas de los cojones esperando para engancharse a mi ropa y, con suerte para ellas, a mi piel.

Paramos en un claro para observar un sifaca diademado que se cruzó en nuestro camino. Allí había otros aventureros con un guía local.

¡Horror! Ellos sí que estaban jodidos, las sanguijuelas se estaban pegando un festín a su costa.

El guía tenía una en la cabeza, como por detrás de la oreja. Al parecer se la notaba, porque hacía un amago de rascarse la zona para quitársela de encima.

Yo quería ayudarlo, me daba escalofríos ver a esa sanguijuela pegada en el pobre hombre. Pero no podía hacer nada. Era totalmente impotente.

Le decía “¡ahí, ahí!, ¡la tienes ahí! – señalando con el dedo; pero era incapaz de hacer lo que había hecho Jenny por mí, quitársela con mis manos. ¡Ni de coña! ¡No era capaz ni de quitármelas a mí misma!

Al final se la arrancó él solito, con toda la tranquilidad del mundo…

bosque sanguijuelas

Sifaca diademado

Yo ya me quería ir. La paranoia se había apoderado de mí, y para colmo, las sanguijuelas seguían intentando catar mi sangre.

Dos más tuvo que quitarme Jenny, una de ellas a punto de hincarme el diente, con medio cuerpo fuera de mi pantalón y el otro medio dentro, intentando alcanzar la piel. Porque sí, así de cabronas son las sanguijuelas, capaces de atravesar muchos tejidos (afortunadamente, no el de mi cortavientos).

Salimos del bosque y yo, entre escalofríos y lamentos, me sacudía la ropa como una demente.

De camino al hotel, fuera de la espesura de la vegetación, me fui relajando y hasta me reía, aún nerviosa, de la situación. A pesar de ello, estaba deseando llegar a la habitación y quedarme en pelotas cuanto antes.

Eso hice. Nada más llegar me despeloté como si no hubiera mañana y, como no estaba suficientemente paranoica ya, me había traído una sanguijuela a casa. Se cayó de mi bota al quitármela y eso solo continuó alimentando mi fobia.

Me revisé e hice que me revisaran el cuerpo un par de veces, mientras mi compañera de viaje se partía de risa (aunque ella también se hizo una buena revisión en busca de sanguijuelas).

Ese día terminé exhausta y descubrí, por primera vez, lo que sienten las personas que tienen algún tipo de fobia.

Creo que mi mayor miedo era, y es, no poder verlas y evitarlas. Soy totalmente consciente de que una sanguijuela jamás me podría matar, ni si quiera transmiten enfermedades. Pero no puedo evitarlo, me pongo mala de pensar en ellas.

Durante mucho tiempo la ropa que llevaba el día del incidente me daba bastante asco, y la revisaba y sacudía antes de ponérmela. Aunque hubiesen pasado días desde mi encuentro con las sanguijuelas.

Durante mi último viaje el peso de esta fobia sobrevolaba mi cabeza y tuve dos momentos paranoicos, uno totalmente infundado y el otro totalmente real. El primero fue en Tailandia, e hizo que me descalzara en medio de la calle porque me había parecido ver una sanguijuela por mi zapato tras atravesar una zona de arbustos y césped.

​La otra, sucedió en Australia, en el Parque Nacional de Eungella, donde sí tuve un cara a cara con una sanguijuela mientras observaba un ornitorrinco.

La sanguijuela australiana intentó atravesarme la punta del zapato sin piedad. Era mucho más grande que las de Madagascar y fue más fácil deshacerme de ella.

Reaccioné muy bien, o al menos mucho mejor que en mi primer encuentro con las sanguijuelas. Yo solita, aunque con mucho asco y nerviosismo, fui capaz de acabar con ella, frotando la suela de mi otro zapato contra el sitio en el que se me había pegado el maldito bichejo.

Quizás lo esté superando. En realidad, nunca han llegado a chuparme la sangre, y tal vez sea lo que me quede para acabar con esta fobia desconocida para mí.

En cualquier caso, lo supere o no, sé que me volveré a encontrar con ellas tarde o temprano. Porque ni las sanguijuelas podrán conseguir que deje de explorar todos los rincones del mundo que pueda.

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