Tras casi tres meses viajando, como es lógico, toca contar una y otra vez todas las peripecias y aventuras vividas. Casi todo el mundo te pregunta algo, pero cada uno a su manera.
Algunos enseguida quieren saber cuánto dinero te has gastado, mientras que otros quieren que los lleves de viaje a través de todas las experiencias que has vivido. Y, por supuesto, además de responder preguntas también toca escuchar todo tipo de comentarios críticos que juzgan directamente tu afán viajero.
El que más me llamó la atención fue el de un pariente indirecto. Al principio me preguntó sobre Australia: “¿Te gustó? ¿Qué viste? ¿Cuánto tiempo estuviste? ¿Son simpáticos los australianos?” Nada fuera de lo común.
Lo que realmente me sorprendió fue su comentario final, a modo de sentencia, tras escuchar mis respuestas. Decía algo como: “Mira, ¿sabes lo que te digo? Por un lado, me encanta eso que me cuentas, y puede que esté bien visitarlo, pero, sinceramente, aunque yo podría haber ido alguna vez, prefiero ver lo mismo que tú has visto, tranquilito desde mi sofá, en algún documental”.
Por supuesto, todo el discurso venía acompañado de una risilla y un tono que intentaba transmitir que no hay necesidad de irse tan lejos para ver algo que tienes cuando quieras en el salón de tu propia casa.
Aunque me habían hecho comentarios de todo tipo, nunca antes uno como ese. Entiendo que hay gente a la que sinceramente no le gusta o no le interesa viajar, que confiese que le da miedo o que esté esperando el “momento ideal” para hacerlo. Pero, comparar un documental con vivir una experiencia in situ, me parece cuanto menos triste y cobarde, además de totalmente erróneo.
A mí me encantan los documentales. Crecí empapándome de todas las aventuras de Jack Cousteau y me enamoré de todos los trabajos de David Attembourough. Pero, desde el minuto cero, sabía que la emoción que sentía al verlo a través de una pantalla era insignificante con lo que podría experimentar si yo estuviera en el lugar de alguno de esos dos fantásticos divulgadores.

Le di muchas vueltas a ese comentario, hasta desgranar el significado de cada palabra, cada matiz relevante.
Así, he llegado a la conclusión de que probablemente mucha gente se engaña a sí misma pensando que “viajar desde el sofá” no solo es lo mismo que viajar de verdad, sino que, incluso, es más barato y cómodo.
También creo que ésta y otras formas similares de razonar se emplean en numerosas ocasiones como un velo para tapar sentimientos encontrados. Por ejemplo, el deseo de conocer mundo frenado por el miedo a viajar.
En definitiva, lo que pretendo contando esto es que, si tú también viajas desde tu sofá, reflexiones. Si lanzas este tipo de comentarios a tus amigos más viajeros, analiza lo que sientes cuando te cuentan sus aventuras. Puede que, inconscientemente, te estés poniendo excusas para no hacer la maleta.
Por mucho que queramos engañarnos, ver el mundo a través de una pantalla no es ni tan siquiera parecido a experimentarlo en primera persona. No lo será ni con un chisme de esos de realidad virtual.
Así que, si alucinas con las aventuras de otros; si mientras ves un documental sientes el deseo de estar en ese lugar; si sueñas con tus viajes a través de una selva o si tu corazón te chiva que te mueres por vivir todas esas experiencias que otros te cuentan: lánzate.
No esperes a que las responsabilidades o la vejez te obligue a disfrazar de comodidad y preferencias lo que en realidad son miedos y dudas.
Te puedo asegurar que viajar no tiene nada que ver con un documental. Es infinitamente mejor, es real, es increíble, es enriquecedor e inolvidable.
Como decía un famoso anuncio: “que no te lo cuenten”.