Si ahora pudiera perderme y desconectar de todo este caos, conjeturas, duras realidades y noticias poco veraces, ¿dónde iría?
Me iría a Agaete. A uno de esos rinconcitos donde solo se respira tranquilidad. Sé que se me erizaría la piel con el sol calentito de la mañana, ese que arropa pero no tuesta.
Cerraría los ojos para notar cómo se cuela el agua del mar entre los dedos de los pies en su playa. Ahora se cuela, ahora no se cuela, ahora se cuela, ahora no se cuela...
Me escondería en Castrillo de los Polvazares, para deslizarme en sus callejuelas color ocre donde el rey incuestionable es el silencio.
Jugaría a no tropezar con su empedrado y me retaría a mí misma a explorar todos y cada uno de los fotogénicos rincones que esconde.
Me iría al Pantano de Quentar y gritaría enérgicamente al lanzarme con todas mis fuerzas al agua. Querría que resonara, que el agua me golpeara de repente, que salpicara mucho, que me diera un ataque de risa por mi dudoso estilo o elegancia al saltar.
Me descolgaría por las paredes del Barranco de Abdet, para sentir algo de adrenalina antes de descolgarme y caer de lleno en una poza de agua transparente.
O tal vez volvería a recorrer el Barranco del Infierno solo para llegar a esas endemoniadas escaleras que un día me pusieron a prueba pero que, sin paños calientes, consiguió borrar por completo todo aquello que hacía ruido en mi cabeza y era totalmente innecesario en ese momento.
Un escalón, y otro, y otro; fuerza para llegar, dolor de piernas, sed, calor, pisadas seguras, pisadas inseguras... Quisiera enfocarme únicamente en eso, exprimir mi energía, rebasar mis límites, y llegar por fin a esa meta que sé que está y da por concluido el tedioso trayecto.
Quisiera que nevara, y entonces me iría al monte más cercano e impoluto que encontrara; ese que está cubierto de una nieve que nadie ha pisado. Directa del cielo al suelo sin que nadie la haya mancillado.
No me podría resistir; caminaría por un borde, para no estropear la estampa, sintiendo y escuchando ese característico sonido de la nieve al prensarse bajo los pies. ¿Lo oyes?
Más pronto que tarde, me quitaría un guante, y hundiría mi mano en ese elemento blanco que nunca deja de fascinarme; para sentir la suavidad de su tacto y el frío en la piel.
Volvería a sentarme frente a la selva malgache en plena noche, para sorprenderme una vez más de lo silenciosa y ruidosa que es la naturaleza; las dos cosas al mismo tiempo.
Una vez más metería la cabeza en las profundidades del mar en Filipinas para sentir cómo se me encoge el estómago de emoción al ver aparecer al gigante gentil.
Si pudiera me iría a mil rincones, dentro y fuera de España, conocidos y por descubrir.
Mientras tanto, acumulo todas esas ganas, sueño con nuevos lugares y con volver pronto a lugares tan especiales y familiares para mí como Cuba o Australia. Porque volveremos a viajar y lo haremos con más emoción que nunca.
Y tú, ¿a dónde te irías ahora mismo si pudieras?
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